Un baile para recordar

Cuando entramos a la habitación, lo vimos de pie, con su sombrero de copa bien puesto y una sonrisa de pura emoción. Sus pies ya marcaban el ritmo, como si la música sonara solo en su cabeza. Era un caballero elegante, de esos que llevan la alegría en el cuerpo y el swing en el alma.

De pronto, empezó a moverse. Sus pasos eran ágiles, precisos, como si la bata de hospital fuera un traje de gala y la habitación, una auténtica pista de baile. Nos miramos un instante, sonreímos y, sin dudarlo, nos lanzamos a seguirle el ritmo.

Giros, saltos, risas… Él marcaba los tiempos con su voz en inglés, mientras nosotras tratábamos de no tropezar con nuestros propios zapatos gigantes. Y, por unos segundos, el hospital desapareció. Solo quedaba la música imaginaria, el vaivén de los cuerpos y la risa compartida.

Las enfermeras se asomaron con sonrisas cómplices. Un médico que pasaba chasqueó los dedos al ritmo del swing. No éramos payasas visitando a un paciente. Éramos bailarinas en un gran espectáculo, invitadas de honor de aquel hombre que, por un instante, olvidó los diagnósticos para ser solo lo que siempre había sido: un bailarín.

Cuando el último giro terminó, él respiró hondo y apoyó una mano en el pecho. Sus ojos brillaban. Nosotras también nos quedamos en silencio un segundo, sin necesidad de palabras.

Porque en ese momento entendimos que la felicidad no siempre es algo que llevamos con nosotras. A veces, es algo que ellos nos regalan.

Doctora Pastilla

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