Las vacaciones fueron bonitas, sí. Descansé, dormí hasta tarde, caminé por la playa… pero algo dentro de mí hacía un run-run, una vocecita que me llamaba con insistencia. No era solo la rutina del hospital, era algo más profundo: la risa de los niños, las miradas de sorpresa cuando saco el ukelele de la nada, los abrazos apretados de quienes me esperaban sin saberlo.

El primer día de regreso me puse mi bata de doctora, mi nariz roja y, con un suspiro emocionado, entré en la sala de rehabilitación.

—¡Doctora Pastilla! —gritó una pequeña al verme, moviendo las manos por los aires con alegría.

En ese momento lo supe: este era mi lugar.

Los más pequeñitos me recibieron con risas y juegos, como si nunca me hubiera ido. Los más grandes, esos niños que llevamos por dentro, me miraron con complicidad, con ese brillo que dice: “Te extrañamos y nos acordábamos de ti”. Porque aquí, entre tratamientos y ejercicios difíciles, también hay un espacio para soñar.

Y entonces lo entendí: no sólo regresé al trabajo, regresé a un lugar donde me siento cómoda, donde me siento en casa. Porque en cada hospital, en cada niño y en cada abrazo, hay un pedacito de mi corazón que nunca se va de vacaciones.

Doctora Pastilla