Es martes y estamos en el quirófano del Hospital Can Misses, en Ibiza. Mi compi Vicent, de mantenimiento, y yo, Lola Cortisola, acompañamos a una niña de diez años.
Estamos en prequirófano y todo está teñido de verde: enfermeras, celadores, auxiliares, doctores y anestesistas llevan puesto el color de la esperanza. Hay mucha gente, todos atentos.
“¡Están todos muy verdes!”, dice Vicent, y una enfermera que pasa detrás se ríe.

Llevamos quince minutos y la niña está cada vez más tranquila. El “zumito” que le han dado en pediatría empieza a hacer efecto: es un zumo relajante que se da antes de la anestesia.

Estamos a punto de irnos, de puntillas y sin hacer ruido.

Justo en ese momento entra una mujer en camilla, y la colocan en el box, al lado de nuestra niña.

Ella me mira con unos ojos de un verde intenso, del mismo color que el quirófano, y su mirada me pide ayuda.
Me acerco más, y cuando pongo mi oreja cerca de su boca, me susurra:

—“Estoy asustada… mucho.”

—“Espero que no tengas alergia a los payasos, porque si no… mal vamos”— le digo, y al instante su mirada se llena de una sonrisa.

En ese momento, llega la enfermera con la vía:

—“Te voy a poner una vía, cariño.”

La mujer me mira de nuevo, esta vez con miedo en los ojos, y me dice con voz muy baja, casi un susurro:

—“No me dejes sola.”

—“Mira, tengo esta mano, y te la presto. Puedes apretar todo lo que necesites, que a mí todavía me queda otra”— le digo mientras le ofrezco mi mano.

La enfermera pincha con cuidado y, en un momento, la vía ya está puesta. Todo ha pasado rápido.

—“Bueno, bueno, señora, que ya está… y que la mano es mía, ¿eh? Solo se la presté un ratito”— le digo con humor para relajar el ambiente.

Ella me sonríe, y una lágrima brilla en su mirada verde mientras me dice:

—“Gracias, Lola. Has hecho que todo sea mucho más fácil.”

Lola Cortisola